Si viste regreso de la super-familia Parr, en Los increibles 2, pudiste ver Bao de Domee Shi, el primer cortometraje animado de Pixar dirigido por una mujer. Como siempre, con cada estreno Pixar nos deleita la pupila con una pequeña historia que tiene la misma magnificencia de sus largometrajes. En este caso Bao nos narra la historia de una mujer china que accidentalmente crea un dumpling antropomorfo muy encantador y lo cría como su hijo. En un principio todo parece maravilloso, hasta que la adorable “empanada”, crece como cualquier niño y alcanza la pubertad, lo que significa berrinches irracionales y la muy característica indiferencia por la que todos pasamos cuando comenzó a salir vello en partes del cuerpo que no eran las “habituales”.
Desde una perspectiva retorcida, Bao es un retrato muy bizarro sobre la maternidad sobre-protectora, sin embargo casi al final se nos revela algo inesperado en torno a la reconciliación y al amor incondicional de las madres. Domee Shi logra transmitir su experiencia madre/hija desde el particular punto de vista de ser una joven asiática, que si bien estos sentimientos son universales, son un referente puntual sobre su experiencia personal.
Bao pasa a de ser una historia sobre comida a un entrañable retrato sobre las historias de familia; esto en particular es lo que me encantó de este cortometraje. Demuestra que podemos partir exitosamente hacia cualquier tema desde la comida, la relevancia cultural de esta nos trastoca en muchos sentidos: en lo político, económico, social, psicológico y filosófico. La forma en la que esta mujer confecciona con mucho esmero lo que la alimenta, que desde la técnica de Pixar luce delicioso, me dirige a otra gran obra cinematográfica, Comer, beber, amar (Ang Lee, 1994) que a partir de una de las escenas más deliciosas del cine, en la que un chef padre de familia viudo, cocina con mucha dedicación un banquete para él y sus hijas. A partir de esta escena de apertura nacen las historias de Chien, Jen y Ning, un entramado de las historias de sus corazones rotos, su liberación sexual y su entrada a la maternidad, son las historias de estas jóvenes que hallan en la comida un punto de encuentro con su padre, con ellas mismas y el recuerdo de su madre.
Pero Pixar ya antes nos había mostrado que el corazón y el estómago tienen un lazo que los une, en Ratatouille (Brad Bird, 2007) vemos como los sabores derrumban el prejuicio y la severidad de Anton Ego, el despiadado crítico culinario que ante un bocado de simple ratatouille (que no es sino la sencilla unión al horno de tomates, pimientos, calabacín y berenjena con el toque de algunas hierbas) hacen de Anton un chiquillo que recuerda la voz y el amor de quien fue su madre, lo que produce un impacto tal, que su opinión de Gusteau’s cambia drásticamente. Es esa la conexión que tiene la comida, que es un boleto directo al corazón que es capaz de aturdirnos revitalizadoramente y que nos hace cambiar de parecer ante alguien o ante la vida misma.
Es entonces que encuentro tan válido lo que nos dijo el ausente rockstar de los foodies, Anthony Bourdain, que alguna vez dejó escrito en sus memorias publicadas*, que el creía que la habilidad básica de cocinar era una virtud, que la habilidad de alimentarte a ti mismo y a otros competentemente debería enseñarse a cada joven, como una habilidad fundamental, que debería volverse tan indispensable para crecer como lo es aprender a limpiarnos después de ir al baño, cruzar la calle o cuidar nuestro dinero. Lo considero tan cierto, pues quién logra cocinar para alimentar a un grupo de personas, logra la reconciliación y el diálogo, encuentra en la comida un instrumento para para amar y expresar emociones que de otra forma no podría, para mí en lo personal encuentro completamente satisfactorio cocinar para mis seres amados y entonces puedo decir que en lo que se trata de comida, trata sobre eso y todo lo demás.
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